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Cuando la cotidianeidad rebasa el absurdo

Fiestas populares

El griterio me llena los tímpanos. Estoy en la zona segura, con padres cuidando de su progenie y abuelitos con puros. Algún grupo alborotador se distingue a escasos 10 metros, y algo de champán nos salpica. No pasa nada, porque es el día grande de las fiestas. Nos hemos reunido todos allí porque va a bajar un monigote vestido de casero, colgado de su paraguas, desde el campanario de una iglesia. Llega la hora y puntualmente, comienza el descenso. Hay un peligroso descorche de botellas de champán alrededor, me protejo los ojos, nunca se sabe. Llueve champán pero no pasa nada, porque son fiestas! Un señor que bota a mi lado ha encendido un puro y lo sujeta con su mano floja. El puro encendido bota, y bota, y bota a escasos 10 centímetros de mi cara. Yo también trato de botar en contrafase, para aumentar la distancia con el puro, pero esta maniobra se ve entorpecida por un pisotón. El monigote ha realizado la mitad del recorrido, y la verdad, ya queda poco por hacer. Se ha cantado la misma canción 15 veces, se han descorchado las botellas de champán y se han encendido los puros. ¿Nos vamos ya? NO! Hay que esperar a que se asome al balcón de la catedral y nos desee buenas fiestas, y para esto faltan unos diez minutos...
Siempre me pasa lo mismo: Veo estas celebraciones populares con ojos de marciano. No me integro, no acabo de verle la magia a la felicidad por decreto, a beber en exceso porque el calendario marque una determinada fecha, a ser sonriente con esa gente a la que no saludas el resto del año. No entiendo los puestos callejeros donde venden la misma mercancía que en las tiendas baratas el resto del año. No entiendo porqué a los chavales les da el arrebato de bañarse en las fuentes, si ayer hacía el mismo calor y a nadie se le ocurrió.
Pero debo ser YO el raro, porque la gente a mi alrededor se lo está pasando de fábula!
Ay, Dios, qué aburrido soy!

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